El
arquitecto paisajista adquiere un papel fundamental en el contexto de la
palabra paisaje ya que actúa como catalizador de una serie de procesos de
percepción y de creación del entorno que le rodea.
En
este blog de la sección de estudiantes de la Asociación Española
de Paisajistas, en esta nueva andadura que comenzamos, proponemos precisamente
caminar como método para afrontar nuestro reto: intervenir en el paisaje.
Para
ello nos inspiraremos en una conferencia impartida por la Doctora en Bellas Artes
Silvia López Rodríguez de la
Universidad de Málaga titulada “Percepción y creación de la
ciudad” y que versa sobre la vivencia del entorno urbano a través de una
experiencia artística, la deriva, o lo que es lo mismo, la exploración del
paseo como práctica estética para la adquisición de información de corte
cualitativo sobre la ciudad, que nosotros creemos de aplicación al paisaje en
su conjunto y no sólo al de naturaleza urbana.
I.
El ciclo de la percepción significante
La
percepción está en relación con el conocimiento y la sensibilidad. Así, para
poder hablar de una percepción significante se hace necesaria la presencia de
tres elementos:
- La realidad construida: la materialidad del espacio físico que nos envuelve y desde donde el paisajista pone en funcionamiento un proceso sensitivo.
- La sensibilidad: actúa como vehículo y puente entre la realidad exterior y la interior; es la base para el conocimiento y la creación.
- El conocimiento: el paisajista a través de un proceso cognitivo, recoge la información necesaria aportada por sus sentidos para elaborar imágenes y mapas mentales. En este punto el paisajista revierte el proceso de aprehensión para traducirlo en construcción, que a través de procesos artísticos-creativos plasmará de nuevo en la intervención, cerrando así el ciclo.
Como
resultado de este proceso, el paisajista se perfila como un atrapasueños, un
cazador de trazas invisibles que afloran a la superficie a través de mecanismos
mentales que, en lo posible, trataremos de desvelar en las siguientes líneas.
II.
El paisajista descalzo
“En
cada instante hay más de lo que la vista puede ver, más de lo que el oído puede
oír, un escenario o un panorama que aguarda ser explorado” escribía Lynch en su
obra La imagen de la ciudad (Lynch,
1974: 9). Ver, significa percibir las diferencias y discontinuidades del
espacio; ver, significa distinguir lo visible y lo invisible… el paseo permite
trascender lo lúdico para devenir en método, metáfora de la forma misma de la
experiencia de lo real.
El
paisajista, descalzo siempre ante el paisaje, puede, al caminar, configurar un
lenguaje personal que le ayude a descifrar lo que encuentra a su paso.
A
pesar de la hegemonía de la visión en la percepción del entorno, cada
experiencia significativa es multisensorial. Cualidades como la textura, las
dimensiones de un espacio o la escala se miden por medio del ojo, el oído, la
nariz, la piel, el cuerpo entero… no podemos olvidar tampoco que cuando miramos
el ojo toca, por eso antes de mirar un objeto, sin darnos cuenta, ya lo hemos sentido.
Los
sonidos, los olores, los sabores, los cambios de temperatura… sirven para
registrar el mundo. Todos los sentidos se concatenan y relacionan, traspasando
nuestros esquemas mentales y ofreciendo nuevas experiencias, haciendo que
nuestra vivencia sea, como ya dijimos, multisensorial.
Pero
el entorno no es capturado solamente por los sentidos: el paisajista
interioriza sus percepciones revirtiendo el proceso y proyectando sus imágenes
mentales sobre el paisaje, realizando de este modo un acto creativo y
manteniéndose suspendido -ya de forma irremediable y permanente- entre la
certeza y la incertidumbre, la fe y la duda.
Tanto
es así, que el paisajista “está siempre a la caza de algo escondido o solo
potencial e hipotético, y sigue sus trazas que afloran a la superficie” recordando
unas palabras de Italo Calvino. Entre las infinitas formas del paisaje,
persigue las que tienen sentido, significado… en una búsqueda de respuestas consciente
y constante. En este sentido y rememorando otra vez al mismo autor, la ciudad invisible que rastrea es más
real de lo que parece, pues aunque parezca que estas trazas invisibles “son
obra de la mente o del azar, ni la una ni el otro bastan para mantener en pie
sus muros” (Calvino, 1994: 58). Es entonces cuando nos damos cuenta que su
materialización coincide con la respuesta a una pregunta nuestra. El paisajista
encuentra el hilo que enlaza los elementos, la norma interna, el discurso que
la dirige… el acertijo. Se produce pues, una renovada común-unión entre paisajista y entorno, un nuevo paisaje.
III.
La deriva
Pasear
no es sólo una forma de desplazarse; el andar es una forma de apropiación, de
reconocimiento e identificación del entorno. Bajo esta perspectiva, la primera
actividad errática de carácter artístico realizada conscientemente para el
estudio y entendimiento de la ciudad –paisaje urbano- la encontramos a
comienzos del siglo XX con el primer paseo llevado a cabo por los dadaístas.
Aún así, fue Guy Debord quien definió la deriva como una forma de investigación
espacial y conceptual de la ciudad a través del vagabundeo, centrada en los efectos del entorno urbano sobre los
sentimientos y las emociones individuales.
Existen
evidentemente otros precedentes de esta forma de paseo urbano, desde el
concepto de flâneur de Nerval y
Baudelaire hasta llegar a Apollinaire y Benjamín; pero son las deambulaciones
surrealistas las que comienzan a analizar de una forma más exhaustiva la
experiencia artística del andar en las calles. Se centraron en los encuentros
casuales, los movimientos y atracciones inconscientes e irracionales de la
ciudad moderna. Estas búsquedas surrealistas de interacción psicológica con el
entorno urbano pasaron a los situacionistas que las ampliarían y con Debord
insistirían en el carácter más urbano y objetivo de la deriva.
Las
ideas situacionistas están todavía presentes en el arte contemporáneo y en la
obra de artistas como Hans Haacke, Benjamín Patterson, Barbara Kruger además de
en las intervenciones urbanas de Bernard Tschumi o Nigel Coates.
El
andar, la deriva, supuso una práctica que contribuyó a definir un nuevo camino
en el arte contemporáneo. Una nueva vía de expresión, donde el objeto se ha
transmutado, no es un fin, sino el resultado simbólico de un proceso estético
experimental.
Por
ejemplo, Richard Long responde a su necesidad de contemplación de la
complejidad que le rodea a través del paseo; se trata de una contemplación
reflexiva, donde la realidad circundante no es algo ajeno a él. Paseante y paisaje
se funden en un solo ente. El paseo deviene en método para resolver un
“imperativo de lucidez” y de “necesidad de conciencia” (entendemos el término
“imperativo” como voluntad sugerente e hipotética, sometida a múltiples
condicionamientos de realidad, matizada voluntad de claro entendimiento
–lucidez- y asunción de responsabilidad en el ejercicio del arte. Y “necesidad
de conciencia” como la necesidad real de observar las causas y efectos del ser
actual del arte. Necesidad esencial, cognitiva y real, referida a lo que
concierne, a lo que se dice, al discurso artístico). Richard Long responde al
perfil de cartógrafo de la realidad desde su caminar. Sus paseos tienen un
origen y un término. La experiencia que el artista vive en el recorrido es un
intervalo cerrado, ausente, y contenido al tiempo en la obra: “una escultura
ordena y concentra materiales. Es un alto en el camino. Un paseo es una manera
sencilla de pasar y ordenar el tiempo. Mi arte es un compromiso con la forma,
la materia, el espacio y el tiempo del mundo, está en la naturaleza de las
cosas”. (Long, 1986: 138)
De
la teoría de la deriva de Guy Debord se desprende lo que sigue:
-
su intención de
objetividad en un método de exploración de los espacios urbanos.
-
Su carácter
consciente como metodología de acción en la vida real.
-
El carácter
aleatorio de las deambulaciones donde el azar es variable en intensidad y
participación según el grado de consciencia psicogeográfica que posee el sujeto
que deriva.
El
paseo, la deriva, se está consolidando en la actualidad como un modo de
expresión y una herramienta de conocimiento de las transformaciones que ocurren
ya no sólo en el espacio urbano sino en cualquier entorno. La deriva se compara
a un viaje, hacia el encuentro de algo que andamos buscando sin saber bien qué
es. Y el viaje que la deriva representa se entiende como proyección del
pensamiento sobre la materia. La acción de percibir es ya una forma de pensar
que se completa en el interior para después ser exteriorizada, comunicada. Este
trueque procesual de realidades se establece como metodología de proyectación.
En
definitiva, la deriva es un recurso polivalente, cuya práctica sistemática
contribuye a la mejora de la intervención en el paisaje ya que promueve la activación
de la relación entre el paisajista y el área de estudio, generando información
cualitativa de análisis útil en la identificación, definición y valoración de
ese paisaje que hace suyo.
Así,
pasear activa los sentidos en el tiempo y en el espacio. Supone sentir desde
“fuera” para que después suceda una apropiación desde “dentro”, reactivándose
la capacidad para dar soluciones pues como decía Italo Calvino, “de una ciudad
disfrutas la respuesta que da a una pregunta tuya, o la pregunta que te hace
obligándote a responder” (Calvino, 1990: 58).